Con los ojos velados por una cinta de noche, la piel erizada sólo vestida de desnudez y un purasangre galopando en su pecho, Ella desgrana los minutos.
Él la desea. La desea tanto que quiere encenderla incluso en la distancia. Ha imaginado tantas veces su tacto que en sus desvelos cree tocarla sin tenerla a su lado.
Ella aguarda, sintiendo cómo se estiran los segundos, cómo sus demás sentidos se agudizan al ser envuelta en la oscuridad. La acariciante negrura estimula su olfato, que busca el aroma de Él para anticipar su aparición.
Él la idealiza. Con su mirada ha esculpido su cuerpo y cincelado sus formas. Gusta de contemplarla desnuda, ansiosa, asediada por la incertidumbre de cuándo Él se revelará y surcará la piel tibia con su mano ardiente.
Ella traga saliva y nota su lengua sensibilizada, como esperando un sabor que denote alguna información, como si el sentido del gusto se preparase para deleitarse con el sabor de la carne amada.
Él la contempla: expectante, latente, voluntariamente vulnerable, decidida a jugar el juego que Él ha ideado para Ella, por Ella.
Ella se abandona a sus oídos, casi suplicando el sonido de una pisada, de un roce, de un suspiro que delate la inminente caricia, el ansiado contacto.
Él camina rodeándola, embriagándose del perfume de Ella. Nota el palpitar del suave cuello que avisa del latido acelerado. Percibe el deseo de Ella, que anida en su vientre y lanza ráfagas de calor por el cuerpo femenino. Necesita tocarla…
Ella suplica a su tacto que le regale algún dato, una ínfima variación de temperatura, una mínima corriente de aire. Cualquier aviso de que el juego continúa pero la espera ha terminado.
La caricia de la mano de Él surca el aire y se completa en la piel de Ella. Ambos comparten el momento mágico y un gemido ahogado brota de la garganta de la mujer. Nunca una sorpresa había sido tan esperada. Nunca algo tan esperado le había sorprendido tanto.
La espera termina y comienza la danza. En ocasiones, la mejor forma de provocar que el deseo se desborde, es conteniéndolo.