—No me mires así.
—Así, ¿cómo?
—Así —insistió sin más explicación mientras se apagaban sus jadeos. Recostada sobre el costado derecho, con sus cabellos aún desordenados, me pareció detectar una chispa de tristeza en el fulgor de su mirada.
—¿Y cómo quieres que te mire? —Pregunté sonriendo.
—Así no.
Deshizo el puente que unía nuestros ojos, acercándose y descansando su cabeza en mi hombro izquierdo. Mi mano aún ceñía el istmo de su cintura, sintiendo cómo su respiración regresaba al estado de reposo. Dejó descansar un antebrazo sobre mi vientre, con la palma de la mano hacia arriba. Creí que debía restaurar la complicidad y le pregunté si quería beber algo.
—No.
El monosílabo sonó a eco distante y como la respuesta tímida de un extraño recién llegado. No supe qué más decir y llevé mi mano desde la cintura a sus cabellos, acariciándolos como horas antes. Se dejó hacer; quieta, sin procurar ninguna respuesta que mostrara satisfacción. El fuego que nos había consumido empezaba a parecer más lejano que el recuerdo, más propio de un espejismo.
—No deberías mirar así a nadie, Marcos.
El uso de mi nombre fue como un disparo. Aquellas siete palabras se precipitaron sobre la habitación como los martillazos de un juez implacable y dejaron tras de sí un silencio tan tirante que su vibración parecía oírse. Como un chiquillo reprendido centré mis ojos en un ángulo de la estancia, donde dos paredes convergían con el techo. Los estertores danzarines de la última vela superviviente a nuestra velada dibujaban sombras y penumbras agónicas sobre aquel rincón. La llama de la vela murió y nos asoló una oscuridad que semejaba la perfecta representación visual del silencio.
Su cuerpo se enfriaba y su desnudez no respondía a las leves caricias de mis manos, que habían perdido la audacia de solo unos minutos antes. Se levantó sin decir nada y caminó descalza por mi dormitorio. Escuché que cogía algo antes de encerrarse en el baño. Procuré no prestar atención a los sonidos del otro lado de la puerta y dejé que mi calor, que hasta hacía nada había sido también el suyo, se evaporara en aquella negrura que me envolvía como una mortaja.
Cuando salió del baño dejó la luz encendida y pude ver que estaba vestida. Se sentó en mi butaca para calzarse sus botas de tacón y mientras las acomodaba habló con indiferencia, casi como si pensara en voz alta sin esperar ser escuchada.
—Mañana tengo que madrugar…
—Es domingo… —respondí automáticamente, y al momento me di cuenta de mi torpeza.
—He de ayudar a mi hermana a arreglar unas cosas en casa.
Valoré la posibilidad de hacer alguna broma: comentar lo insano que me parece dedicar un domingo al bricolaje, por ejemplo, o lo bien que combinaban mis cortinas con su vestido tirado en el suelo de mi habitación. Pero sentí que todas las risas que teníamos destinadas a compartir se habían agotado.
—¿Quieres que te lleve?
—No, deja, aquí al lado hay una parada de taxis.
—¿Te acompaño hasta el ta…?
—No te molestes, llego en dos minutos.
—No es ninguna molestia.
—Gracias, no hace falta.
—Como quieras —apenas susurré.
Miró hacia su alrededor, desentrañando los rincones de la habitación.
—Tu bolso está al lado del ordenador —dije, y yo mismo me sorprendí de la rudeza con la que sonaron mis palabras. Se me quedó mirando, quieta, con la luz del baño a su espalda, recortando su silueta negra sobre un resplandor naranja apenas filtrado por los visillos de sus cabellos. Aquella luz caía sobre mí y ella podía verme pero yo no podía diferenciar sus ojos, el gesto de su rostro, nada, solo su presencia clavada en el suelo. Finalmente se movió con un leve taconeo y asió su bolso. En aquel ángulo, la luz le alumbró la mitad de la cara, que ya había perdido el arrebol que el éxtasis compartido encendió en sus mejillas. Sus facciones, o la mitad de ellas que pude ver, estaban congeladas, casi hieráticas.
—Oye… —dije—… si he dicho algo que te haya molestado…
—Nada. Solo que no es bueno que hagas eso.
—¿El qué?
—No es por mí, que conste. Es al revés, es por ti, para protegerte.
Me incorporé apoyándome sobre los codos e intentando descifrarla.
—No soy como piensas —continuó—. Es lo mejor para ti, créeme.
—Vale, como quieras — crucé los antebrazos bajo mi nuca y me recosté sobre ellos simulando indiferencia. Escuché una leve espiración nasal de ella, como la que soltamos a veces cuando sonreímos. Me di cuenta de que había hablado mi orgullo, más con mi gesto que con mis palabras. Recordé aquellos versos de Bécquer: <<Habló el orgullo (…) y la frase en mis labios expiró>>. Lo que fuera que ella quisiera explicarme se quedó en su interior.
—Bueno… Pues ya hablaremos, ¿vale? —hizo un gesto con la mano, como un saludo mecánico y desganado. Yo respondí apenas con un ruido gutural de aprobación y elevando la barbilla y vi su silueta recobrar tridimensionalidad al pasar frente a la puerta del baño y luego disolverse en la negrura más allá del inicio del pasillo. Su taconeo llegó hasta la puerta del piso y, al salir, la cerró dejando tras de sí de nuevo aquel silencio vibrante y una quietud mortuoria.
L’esprit de l’escalier me asaltó al poco tiempo. Pensé que cuando me pidió que no la mirara “así”, debí decirle que no había nada más interesante que mirar en veinte mil kilómetros a la redonda. Cuando dijo que pretendía protegerme, tuve que replicarle que a veces el riesgo es lo que nos hace sentir vivos.
Agarré mi móvil y accedí a la aplicación de mensajería instantánea. Pensé en mandarle alguna frase mensaje para dejar constancia de lo bien que lo había pasado, para intentar que el resto de la noche no quedara empañada por el final. No se me ocurrió nada ingenioso mientras leía las frases de nuestra última conversación aquella tarde:
<<—¿Te recojo a las seis?
—A las seis, ¿no es un poco pronto para cenar?
—Para cenar sí, pero para empezar a pasar tiempo contigo es incluso tarde.
—¡Oh! Vas a hacer que me ruborice…
—Espero que sí…
—¿Pretendes hacerme sentir incómoda?
—¿Incómoda? Todo lo contrario, créeme.
—Pues tendrás que esforzarte, puedo llegar a ponerme muy muy exigente.
—Eso espero: me encantan los retos.>>
Hacía tan poco de aquello y parecía ya tan lejano. Dejé el teléfono y procuré dormir, confiando en que a la mañana estaría más ocurrente. Los minutos dejaron paso a las horas y antes de lo que me hubiera gustado llegó el amanecer, colándose entre las rendijas de la persiana como tablillas de plata rasgando la negrura. Me levanté y me di una larga ducha caliente. El vapor me envolvió con los últimos restos del olor de su cuerpo y su perfume.
Tras un desangelado desayuno, con cierta aversión me acerqué al móvil y volví a acceder a la ventana de nuestra conversación. Vi que ya no podía comprobar si estaba en línea ni la hora de su última conexión ni la foto de su perfil. Asumiendo lo que eso suponía, el orgullo herido dejó su sitio a la sensación de la oportunidad perdida y luego, al vacío de la incomprensión.