A finales del siglo XIX, León Tolstói nos regaló una de las cumbres de la novela rusa decimonónica, que es como decir una de las cumbres de la novela realista universal. Su «Anna Karenina» ha sido llevada al cine en una decena de ocasiones, pero nunca con una puesta en escena tan arriesgada y vistosa.
El director Joe Wright («Orgullo y prejuicio», «Expiación») acepta el reto de fusionar cine y Literatura, pero sube la apuesta al introducir elementos de una tercera disciplina artística: el teatro.
La novela de Tolstói conoció antes las tablas que los fotogramas. Es obvio que es imposible teatralizar la historia una vez se escoge rodarla, por lo que la introducción del teatro es más compleja, más bien como un filtro escénico por el que se pasa la novela para decantarla en película. El director nos presenta un teatro donde los decorados son elevados y sustituidos por otros para cambiar de una escena a otra; la estratégica situación del atrezzo nos transporta de una oficina atestada por un ejército de burócratas a un lujoso restaurante; el escenario nos sitúa en el interior de las lujosas mansiones, cuyos vestíbulos son el proscenio; los bastidores transmutan en los exteriores de las casas y los tramoyistas se convierten en el lumpen del arrabal más mísero de Moscú.
De inicio, la película sorprende con esta propuesta. La primeras escena resulta, incluso, parcialmente fallida, porque la música que la acompaña otorga un desafortunado tono de comedia a la historia que todos sabemos que es un drama. Pero si no se nos tuerce el gesto en los primeros minutos, enseguida se aceptan las reglas escénicas y el espectador se siente listo para dejarse sorprender por la original presentación.
Esta ruptura del modo narrativo cinematográfico, no es absoluta. Hay secuencias enteras en las que ese cedazo escénico teatral deja de tamizar la historia y podemos sentirnos espectadores de una película casi convencional.
La propuesta se va reciclando y regenerando a lo largo del metraje. Contrariamente a lo que podría parecer de inicio, no supone una limitación para el director, sino un trampolín debido al buen uso que hace de ella. Algunas transiciones entre escenarios son realmente espléndidas. Otras, gozan de una altura lírica difícil de lograr por medios escénicos convencionales (destaca la escena del baile entre Karenina y su pretendiente Vronksy, donde el resto de las parejas permanecen en absoluta quietud hasta que la estela de movimiento de los futuros amantes parece tocarles y revivirles).
Sin duda, como ya sucedió con la aclamada «Moulin Rouge» de Baz Luhrman, en la mayoría del metraje pesa más cómo se cuenta la historia que la historia misma. Esto, que podría ser una objeción, no supone más que uno de los principales aciertos del director. Todos conocemos la historia de Anna. Sabemos que su juventud permanece anclada a un matrimonio convencional, que se verá asaltada por la emoción de ser objeto de conquista, que se resistirá en vano, que intentará huir de esa emoción que la arrastra, pero que caerá de rodillas ante un amor que no tiene causas ni motivos, un amor que ES, sin necesidad de justificarse, de explicarse. Sabemos, también, los vaivenes de su historia, sus meandros y el trágico delta final donde desembocará. ¿Cómo mantener al público expectante si ya sabe siempre lo que pasará a continuación si no pretendiendo un modo narrativo rupturista?
Los casi 130 minutos de película no se hacen en absoluto largos gracias a ir enhebrando un regalo visual tras otro. Puede que la narración flaquee un poco justo antes del final, como si hubiera que acelerar la conclusión para que el film no se fuera a una duración que pusiera nerviosos a productores y distribuidores, pero es casi comprensible. Dijo John Le Carré que hacer una novela de un libro es como querer hacer de toda una vaca sólo un caldo de ternera. Desde luego, «Anna Karenina» es una vaca bien alimentada y cuyas ubres han nutrido la inspiración de muchos artistas en los últimos 120 años. Resumir ese manantial es un desafío ciclópeo y el resultado es exitoso.
Escena del rodaje
Keyra Knightley está más que correcta en un papel muy exigente, el de mujer que encuentra su justificación y razón de ser en el amor; pero Jude Law es carne de primera, excepcional en su interpretación del sobrio y ortodoxo Karenin. Aaron Taylor-Johnson da vida al hedonista conde Vronsky, causa de la perdición (y a un tiempo, salvación) de la protagonista.
En la novela, según avanza la historia, Liev Nikoláievich Tolstói nos va presentando un díptico donde confronta la encopetada e hipócrita vida de la alta sociedad de Moscú y Sampetersburgo con la honesta y sencilla existencia de los trabajadores del campo. Los personajes escogidos para esta historia paralela son los de Konstantín y «Kitty», quien inicialmente estaba prendada de Vronsky y esperaba que su mano fuera pedida por éste.
En la película, el encaje de esta historia resulta más forzado, y quien no haya leído la novela se preguntará para qué es necesaria esta digresión argumental. El personaje de Konstantín resulta un trasunto de la última etapa del propio Tolstóiu: el aristócrata hacendado que redime su sensación de culpa y vacuidad dedicándose a labrar la tierra, la actividad productiva y humilde por excelencia. Incluso hay una similitud buscada entre uno de los apodos del propio Tolstói y el nombre del personaje.
Menos buscada es la similitud entre los finales del novelista y de su personaje principal, pues Tolstói acabó sus días en una estación de tren, como si el destino se hubiera empeñado en guiñar un ojo a la que ya en vida de su autor fue considerada una de las cumbres de la novela.
Atreverse a condensar tamaña obra en 129 minutos supone un fracaso inevitable. Todo lo más que se puede hacer es permitir a los personajes que muestren parte de lo que son, dejarles latir en el celuloide. Pero Joe Wright ha conseguido algo más con su escenografía teatral y su manejo ágil de la cámara. Ha logrado coreografiar a los integrantes de una obra maestra aportando una visión distinta y estimulante sobre un drama universal. La inmortal novela de León Tolstói comenzaba con un famoso aserto: «Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas en su propia manera».
En cambio, en el cine, las grandes películas lo son cada una a su manera. Ejemplo de ello es esta original «Anna Karenina».
Título: <<Anna Karenina>>.
Nacionalidad: EE.UU., Reino Unido.
Director: Joe Wright.
Guión: Tom Stoppard adaptando la novela de Liev Tolstói.
Intérpretes: Keyra Knightley, Jude Law, Aaron Taylor Johnson.
Has desgranado de manera formidable la película.