Anoche soñé que soñaba y en medio del sueño, soñé que escribía.
Debió de ser hace más de tres décadas, cuando todo el mundo se reía (seguramente con motivos) de mi intención de ser escritor. Por entonces, yo escribía compulsivamente. Creía que podía perfeccionarme por el mero hecho de acumular horas rasgueando el papel con la vieja pluma que me regalaron en mi primera comunión o aporreando el empinado teclado de la altísima <<Underwood>>. “En una como ésta escribía Faulkner”, me mintió el anticuario que me la vendió.
Escribía cualquier cosa, sin importarme la calidad del texto, pensando que ya tendría tiempo para corregirlo más adelante y obsesionado por atrapar o dejarme atrapar por la inspiración que –ingenuo– creía que me perseguía. Vivía en una especie de “carpe diem” cazador de musas, perseguidor del estro.
Enfrascado en alguna de los cientos de historias que pergeñé según avanzaba mi veintena, debí cometer algún crimen horrendo. Hice nacer algún personaje –que olvidé pero que no me ha olvidado– al que seguramente sometí a vivencias escalofriantes. Más de treinta años después, ese personaje ha vuelto para vengarse. Lleva haciéndolo cinco años pero sólo en los últimos meses lo he percibido.
Es lástima. Si hubiera estado más atento quizá sería capaz de recordar mis delitos y podría ofrecerle a mi acosador algún pacto o someterme a alguna penitencia que sirviera de compensación por mis pecados. Pero mi memoria es un pozo yermo y mi perseguidor se ha vengado secando también mi tintero. Desde hace cinco años, cuantas historias empiezo a escribir quedan abortadas. Mis protagonistas fallecen en truculentos accidentes o son asesinados por sicarios anónimos, siempre antes de que la novela llegue al cuarto capítulo.
Hace pocos años pensé en escribir un texto sin estructura episódica, pero a las treinta páginas un taxista sin rostro atropelló a mi personaje principal cuando salía de casa de su amante.
Intenté burlar a la parca invirtiendo la narración, empezándola por el final y contando la historia a base de flash-backs pero mi personaje y narrador falleció en el quirófano donde había empezado a recordar su infancia: un anestesista anónimo se excedió con la dosis.
Convertí uno de mis proyectos más ambiciosos en un cristal roto para poder escoger los trozos de las vidas de los protagonistas según se me antojara, sin principio ni final, queriendo hacer de la novela un crisol de recuerdos, un abigarrado remolino de memorias y vivencias aparentemente independientes. En la página veinticuatro el sacerdote que servía de hilo conductor a las confesiones de los personajes fue estrangulado por un vagabundo en un callejón próximo a su parroquia.
Deseché la idea de vertebrar mis historias en torno a personas y escogí como elemento de cohesión a un gato destinado a colarse en todos los hogares de un bloque de pisos, pero un vecino arisco empujó al felino cuando estaba en el alféizar de su ventana y el animal murió al estrellarse contra el suelo del patio interior, tras una caída de nueve pisos.
Puse mis esperanzas en un manuscrito que habría de pasar de mano en mano, pero a las cuarenta páginas, una mano anónima se coló entre las previstas y echó el manuscrito a la boca crepitante de una chimenea encendida.
Llevo cinco años sin escribir. Antes no sabía por qué. Ahora no sé por quién.
Lo intenté con los cuentos, con los relatos cortos, pero el resultado fue aún peor, apenas lograba pasar de la primera página antes de que alguna desgracia o tragedia provocada por algún personaje invasor diera al traste con mis esperanzas.
Mi agente dice que le estoy hundiendo, pero que hará que yo me hunda con él. La editorial demanda los tres libros que tengo comprometidos desde hace siete años y empieza a bloquear los pagos de los derechos de autor de los publicados antes. Al parecer, mi contrato les da esa posibilidad.
Debió de ser un personaje secundario; si no, lo recordaría, o al menos eso creo. A veces creo recordar un nombre que me inventé, alguna historia trágica llena de horror. ¿Se tratará de aquella doncella nubia vejada hasta el extremo en la corte del faraón? ¿Quizá aquel soldado alemán capturado en Estalingrado? Lamentablemente, en una de mis crisis de inspiración, hace trece años, quemé docenas de los textos escritos hace tiempo. Los consideré demasiado malos como para ser míos, cuando entonces ya tenía “un nombre”. Quise asegurarme de que jamás fueran publicados, de que mi mediocridad de antaño nunca pudiera quedar expuesta.
Mucha gente desearía borrar sus actos. A un escritor, al menos, le queda la posibilidad de quemar sus escritos, aunque sólo sean los que nadie ha considerado dignos de ser leídos, ni siquiera él mismo.
En aquella hoguera mi tormento debió realizar una promesa que ahora cumple. Ojalá pudiera borrar el momento en el que incineré mis textos. Quizá podría recuperarle, encontrarle, mirarle, conocerle y suplicarle.
En un penúltimo esfuerzo, he intentado escribir sobre él. Pensé que quizá lo que quería era un acto de glorificación, el protagonismo que le negué convirtiéndolo en secundario primero y quemándolo después. Pero de todas mis argucias, ésa fue la más fracasada: no pude escribir ni una palabra. Mis dedos permanecían rígidos sobre el teclado, como las garras de un águila a punto de clavarse en su presa, pero nunca se abalanzaron para hollar la carne de la ocurrencia, para derramar la sangre de tinta del ingenio en estado puro.
Nada.
Sólo una pantalla en blanco.
Lo intenté con el papel y –con la pluma bañada en oro que me regaló mi agente cuando gané aquel premio– me obligué a hacer garabatos, como esperando que de los trazos sin sentido surgiera primero una letra, y luego otra y después otra y se juntaran formando palabras que acabarían uniéndose en frases, aunque al principio no tuvieran sentido. Los garabatos se fundieron en un óvalo mil veces repasado por la tinta hasta formar un ojo monstruoso que me contemplaba burlón desde el papel casi rasgado por el trazo repetitivo e hipnótico. Decidí intentarlo sin garabatos previos, esperando que una palabra aliviara el vacío reluciente de un papel nuevo.
Nada.
Sólo una hoja en blanco.
Así que decidí mi último intento: ir en su busca. He creado una historia para él y para mí. Los dos solos. Cara a cara. Es la historia de un novelista sesentón, bloqueado y obsesionado por una presencia que derriba sus intentos de erigir una nueva novela. El novelista acaba novelando su propia situación y se sumerge en un mar de palabras, en un piélago de frases para bucear en busca de su némesis, que es a su vez uno de sus hijos olvidados. Allí se encontrarán y uno de los dos prevalecerá. Y si hay lógica, el creador logrará doblegar a su criatura. Si hay lógica.
Anoche estaba de pie sobre una pradera blanca de la que empezaron a surgir gigantescas letras negras. Comenzaron a formar árboles y algunas siguieron creciendo hasta transformarse en edificios: elegantes cursivas que parecían chopos curvados por el viento, espigadas mayúsculas que se transmutaron en rascacielos y redondas vocales que se hincharon hasta albergar en sus panzas glorietas, plazas y fuentes. Por el trazo rectilíneo de una “p” avancé por un callejón asfaltado por tinta reseca. De unas nubes oscuras e inexpugnables amenazaban con llover letras.
Recorrí la ciudad como si yo mismo la hubiera diseñado, como si cada rincón hubiera sido detallado en mi mente antes de tomar cuerpo material y subí a un piso cochambroso de un edificio de ladrillo sito en un barrio marginal. En el dormitorio hice recuento de los restos de pizza, envases de comida precocinada y botellas que adornaban el suelo. Ignoré el hambre ahogándola en güisqui y me senté ante el escritorio. La vieja “Underwood” me miró, o quizá yo la miré a ella, da igual.
Empecé a escribir.
En algún momento, el ruido de la máquina comenzó a estirarse y recitar fórmulas cabalísticas que me resultaron inextricables. Había musicalidad oculta que intentaba aprehender sin conseguirlo. Tiempo después, el mismo sonido me pareció el de unas pisadas en el pasillo.
Dejé de escribir.
Nada.
Sólo silencio.
Al recomenzar la escritura me sumergí de inmediato en aquel sonido. Creo que me hacía olvidarme incluso de lo que escribía, porque ahora no recuerdo nada sobre ello. Oí el roce de unas ropas a mi espalda, dejé de teclear y pude ver una sombra sobre la blancura del papel a medio escribir que escupía la “Underwood”. El golpe me lanzó contra la máquina. El dolor en el cráneo convirtió en cosquillas el impacto en la cara. Noté que una de mis manos arrugaba los papeles escritos. Al abrir los ojos los vi deformados por mi mano crispada. Una masa pastosa de color rojizo oscuro iba al encuentro de los folios. Noté que el intruso introducía su mano en mi pantalón y me quitaba la cartera. Su respiración agitada denotaba su angustia. Intenté girar los ojos para verle pero sentía mi cabeza a punto de estallar. Fue él quien se puso delante de mí. Entonces le vi.
Soy yo con veinticinco años.
Recordé haber escrito una novela corta autobiográfica donde plasmaba todos mis miedos: el miedo al fracaso, a la soledad, a la falta de reconocimiento, a no disfrutar escribiendo… Al protagonista no le cambié el nombre. Tenía el mío.
–Yo te creé… –logro murmurarle.
–No –me contesta–. Yo te he creado a ti. Escribí una novela corta sobre todos mis sueños: el éxito, el amor, el reconocimiento, el goce de vivir de lo que más me gusta… Mi protagonista tenía mi nombre. Pero no me has servido de nada.
Sus ojos rebosan odio acumulado por decenios. Su última mirada es para los billetes que ha sacado de mi cartera. Le oigo alejarse por el pasillo y cerrar la puerta de mi piso.
El dolor remite. Un calor mórbido me invade y llena de laxitud mis miembros. Mis ojos se cierran. A lo lejos me parece escuchar el sonido de la máquina de escribir.
Anoche escribí que escribía y en medio de lo escrito, escribí que soñaba.
FIN